Por nuestro compañero
Iker Andres
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El sitio es frío, húmedo, con ligera sensación de contradictoria
calidez. La piel, resguardada en otras ocasiones, pierde su habitual
coraza protectora para cubrirse únicamente con un fino ápice de tejido
que recuerda a los inicios más básicos de la humanidad.
El equipaje es ligero, pues la primera etapa del viaje es
corta, pero intensa. Apenas unas finas muescas de goma servirán para
evitar que las gotas perdidas en otras batallas ya libradas terminen,
antes de tiempo, con una aventura que no ha hecho más que empezar. En
la mano, junto a su particular yelmo de tela, lleva aquello que
permitirá, cuando necesite descansar, mantener intacta la temperatura
de la máquina más perfecta jamás inventada. Su cuerpo.
La figura, que recuerda a la silueta del gladiador romano
entrando al coliseo con la red de lucha como único aliado, sale de su
particular cueva y avanza, con ritmo lento pero firme, hacia un futuro
cuanto menos incierto.
Plas, plas, plas. Así suenan las pisadas del guerrero sin
nombre antes de recorrer, a la inversa, aquel camino que millones de
años atrás hiciera un ser marino para que la vida prosiguiese su
evolución lejos del gran charco azul.
Y ahí está, rodeado del resto de sus compañeros de batalla,
gritando por un objetivo común. Con las manos unidas y el corazón
proyectando un deseo estremecedor en el cielo. Pero eso dura un
segundo, porque vuelve a estar solo. Si, solo. Situado al borde de dos
mundos eternamente enfrentados. Condenados a entenderse en la
distancia, pero a no mezclarse en la obligada convivencia del espacio.
Seguramente, si el silencio pudiera dibujarse, sería algo
muy parecido a lo que se siente en ese momento. Cuando el éxtasis por
entrar en acción mira fijamente a los ojos del miedo a sentir ese frío,
a veces tan gélido, que acompaña el contacto con la hacedora de vida.
Ya no hay vuelta atrás. En su mente sonó el mudo crono del
tiempo. Uno. Dos. Tres… ¡Zás! En un instante que se torna efímero y a su
vez eterno, el ser humano se convierte en todo aquello con lo que ha
soñado desde que pusiera un pie en la faz de la tierra. Su salto rompe
con el mito de Ícaro para transformarse instantáneamente en un pez sin
escamas que se zambulle en el rectángulo acuoso.
Así se preparan para la disputa. Los 14 (7 y 7). Y aún queda
lo mejor. Lo bonito, lo duro, lo pasional. Aquello que da sentido a
muchas de esas vidas. El juego.
Todos esperando el pitido inicial, pegados a las boyas que
marcan los límites de su realidad particular. Con la mirada puesta
fijamente en un pedazo de caucho que está a punto de tocar la
superficie del agua que les rodea para poder comenzar a nadar.
Silencio. Más silencio. ¡Plof!
Durante cuatro cuartos de 8 minutos, la lucha por sobrevivir
en un medio hostil se convierte en un mero trámite mientras peleas, sin
descanso, por conseguir que esa esfera rugosa se introduzca en una
simple red. Allá abajo, en el foso acuático, prácticamente todo vale
por alcanzar la victoria. Las fuerzas se consumen hasta la extenuación
de esos cuerpos que ya desprenden olor a cloro. El sudor se pierde
entre las brazadas. La mano se convierte en cerebro para decidir, en
décimas de segundo, qué hacer con tu suerte y la de tus camaradas.
Nada. Mira. Nada. Piensa. Nada y piensa. Nada, piensa y
mira. Decide. Reacciona. Vuelve a nadar. Respira. Sigue nadando. Y de
pronto, recibes el balón. Te han visto. Piensa rápido, te quieren
cazar. El cloro en los ojos irritados no te deja ver con claridad pero
debes decidir. Amagas. Sigues pensando. Vuelves a amagar. Van a por ti,
te van a coger. ¡Haz algo ya!
Y de pronto lo ves. Está encima de ti. Una mole de carne,
hueso y músculo. Y solo le importa lo que llevas en tu mano, nada más.
Tú eres un estorbo para conseguir su objetivo. Peleará sin descanso, y
tus fuerzas se evaporan como las gotas que resbalan por tu frente.
Pero no todo está perdido, has visto un hueco. Ahí está,
solo, abandonado, como la tarta que espera su trágico final mientras se
enfría en la repisa de la ventana. Y tomas esa decisión. Con más o
menos acierto, pero la tomas. Lo sueltas. Allá va. Has conseguido pasar
el balón.
¡Y el partido únicamente acaba de comenzar! El crono sigue,
llevas apenas unos segundos de juego y todo eso lo has hecho para ganar
un mísero centímetro cúbico. ¡Solamente eso! Esto es el waterpolo,
querido amigo. ¿Merece la pena tanto esfuerzo? Yo creo que sí, pero hay
que vivirlo para poder sentirlo. Una eterna lucha por ganar, cada
segundo, solamente, unos míseros centímetros cúbicos.
Iker Andres